4ª Parte. Gazpachuelo de Almería
( Parte 4. La recién casada )
Desde la mañana bien tempano, la ciudad se engalanó para su gran día. La Virgen del Mar lucía sus mejores prendas. El paseo y el malecón estaban impecables, limpios como nunca y rebosantes de aromas por las muchas flores y guirnaldas que se lucían en las balconadas. Cantos, risas y rumor de juerga hacendosa al alimón entre los trasnochadores fiesteros que aún no habían recogido velas y los voluntariosos que el cabildo designó por un par de gordas para tan delicada misión, que no era otra que la de dejar la ciudad más bonica que nunca. En esta efervescencia inusual, algún coplero templó su arte arrancando más de un olé a su concurrencia:
Tengo que poner espías
para ver si mi amor viene,
al pie de Torre García.
No sé p'a mí que tiene,
el camino de Almería...
Este era el trajín que desde la calle se colaba en la alcoba de Carmen. El vestido de novia aún en la butaca, horquillas y restos de florecillas de azahar esparcidas por el suelo. El corsé desgarrado, al igual que el alma de la niñica que quiso casarse con un vestido blanco a la moda inglesa, sin peineta, con flores y bordados que le dieron ese aire de ángel tan inocente y hermoso. Risas, besos y abrazos en medio de la desorientación de su madre que buscó arrimarse a su hija sin mucho éxito ya que la gobernanta, la madre de Arturo, se encargó de todo. Don José, el padrino, llevaba la pena revuelta con la fatiga del viaje. Jamás se perdonaría no haber llegado antes a Almería y haber retrasado el enlace lo suficiente para que Carmen finalizara sus estudios de magisterio como era su deseo.
Y al angelico, en el mismo instante en que el novio cerró la puerta tras sus pasos, se le quebraron las alas. No se afanó en lindezas y en lugar de desflorar a una inocente e inexperta criatura, la embistió como un animal cargado en licores sin distinguir que esa noche no era una mujerzuela acostumbrada a venderse quién se guardaba entre las sábanas. No supo, o no quiso, amaestrar su miembro que persiguió el sexo de la chiquilla sin reparar en su pudor ni en el miedo, arrasando en su acometida con todo el amor y la adoración que sentía por su esposo. Ni una caricia ni un beso ni unas palabras de sosiego. Rudeza y brutalidad de quien busca descargar su deseo tomando lo que le pertenece por derecho.
Su sexo no había dejado aún de sangrar. Un dolor agudo taladraba sus entrañas cada vez que se movía o intentaba andar. Entró la criada y se ofreció a peinarla. Don Arturo espera a la señora para desayunar, le dijo. No contestó. Apenas conseguía dominar el pánico –Dios mío, ¿cómo voy a mirarle a los ojos después de esto?– y tan solo pudo desear morirse. Entró al comedor con paso erguido y pausado. No buscaba hacer teatro. Retenía el dolor para sus adentros. Al sentarse una breve contracción involuntaria de la ceja derecha se escapó de su curvatura produciendo un gesto, que mal entendido, podía pasar por coqueto y seductor. El esposo sonrió sin levantar la vista del periódico. Ella estaba radiante como era de esperar en una recién casada.
–¿Tienes el baúl empacado para mañana?
–Sí.
–¿El mío también?
–Sí.
–El tren sale temprano y ya sabes que no espera a nadie así que no te duermas en los laureles. Aprovecha lo que queda de mañana que luego no tenemos tiempo. Comemos en casa de mi padre y salimos con él en la procesión acompañando a la virgen. Ponte bien guapa que hoy vas a ser la envidia de Almería.
La besó en la frente, recogió su bastón, el sombrero y salió de la casa sin más ceremonia. Tan satisfecho estaba de sí mismo que no reparó en que Carmen no le había mirado ni una sola vez. Allí quedó durante varios minutos, inmóvil, sin ganas de agitar ni un músculo, sin ningún pensamiento alborotando su pesar. Y así sin más, en el silencio opresivo de su recién estrenado comedor en el cual dos días antes le hubiera resultado imposible permanecer en él tan callada, ahora tras una sola noche de casada, ya se le antojó como su mejor refugio. A una fulana se la paga, se aventuró a pensar. A una esposa se la ignora. Éste es el pago de la decencia... silencio, sí, mejor silencio... mejor no pienses...
Dolores llegó al rato. Ella sabía muy bien y sin mediar palabra se abrazaron y lloraron sin respetar el recién estrenado silencio del comedor.
–¿Es siempre así, Lolica?
–Me temo que sí.
–¿Por qué? ¿Por qué Lola, nadie nos dice nada?
–No lo sé. Imagino que si nos dijeran la verdad no nos dejaríamos casar ninguna ¿verdad? –Rieron la broma entre lágrimas– Ea, vamos Carmela, salimos a pasear porque todas esas brujas tienen que verte alegre y radiante. A más de una le ha caído el sobrenombre de malcasada por no cuidar las maneras de puertas para fuera. Que nadie te tache jamás de infeliz y ni un desplante a Arturo en público. Tú eres su devota y que nadie rasque más de eso.
–Lola no puedo... no. No sabes la vergüenza que...
–Sí que lo sé. Yo y todas. Así que cuanto antes te la comas antes la digieres. Venga, vamos.
Salieron de la casa cogidas del brazo como era de rigor. El Paseo del Príncipe debían tomarlo por la acera de enfrente a los cafés, ya que esa parte de la vía lucía los días de fiesta desde la mañana a la noche abarrotada por jovencitas ansiosas de matrimonio, enamorados esperanzados en poder cruzarse las miradas y con suerte un saludo, sin olvidar a los siempre presentes concurrentes de a diario que de pura inercia ocupan las mismas mesas tomando posesión del mejor ángulo para no perder detalle de los viandantes, ya transitaran de camino a la Puerta Puchena o dirección al Malecón. Es por tanto, que las casadas jóvenes y las comprometidas debían cuidarse muy mucho de exhibiciones gratuitas o miradas comprometedoras, porque la mala hiel abundaba a la par de las envidias y no hacía falta mucha bulla para cargar la vida entera con un sambenito de tres al cuarto.
Como era de esperar, toda Almería esperaba el paseillo de la nueva Sra. De Álvarez Bustos. Las familias de alcurnia se paraban a saludar y preguntaban por los pormenores de la celebración entre sonrisas y chascarrillos que pretendían ser finos y delicados pero que a la novia se le clavaban como puñales. "la suegra de usted, encantada ¿no?… Vaya suerte que ha tenido el gobernador al dar con una mujercita como usted, tan guapa y tan formal... y es que ya le había advertido a Don Mariano... porque ese don juergas iba necesitando con urgencia que le supieran atar en corto... muy bien hecho hija mía... y ahora que Dios la bendiga con muchos hijos varones que es lo que esta ciudad necesita porque el otro día sin ir más lejos..." y cada parada de felicitación se le hacía a Carmen un viacrucis horrendo, sonriendo sin ganas y sin descanso, haciendo alarde de la mucha felicidad que su nuevo estado le producía, contestando una y mil veces a las mismas preguntas que correspondía con las mismas respuestas.
Al llegar a la Puerta Puchena se le había revuelto tanto el ánimo que se sintió desfallecer. Habían pensado seguir el paseo hasta la calle de las Tiendas que pese a ser festivo en toda la provincia, los comercios abrían excepcionalmente para que las damiselas pudieran completar sus perifollos para la procesión de la tarde. Pero tan pálida se la veía que Dolores propuso una horchata fresquita en la terraza de la confitería, ya que allí podrían tener un rato tranquilo protegidas de la solanera. Si bien el refrigerio mitigó la fatiga, no consiguió alejar al enjambre de preguntonas que se detenían constantemente a enterarse sobre el tipo de ágapes que se sirvieron, si la mesa consistió en un menú a la española o se optó por un buffet a la francesa. ¿Y los vinos? ¿y los postres? ¿y el pastel?. No tuvieron tregua hasta llegar a la misma puerta de la casa del gobernador. Dolores se despidió con un beso.
–Te veo en la procesión.
–Sí, allí estaré y no olvides lo que te he dicho. Tú eres su devota y que eso nadie jamás lo ponga en duda.
La comida que sirvió la gobernadora este año tenía la doble finalidad de por un lado, agasajar al alcalde como era de rigor en las fiestas de la Virgen y por el otro, celebrar la primera comida del joven matrimonio gesto con el que además de formalizar la feliz unión, se definía sin medias tintas la posición de la nueva esposa. Carmen dejaba oficialmente su familia de infancia para entrar en la definitiva, la de ley, esa a la que se debe ante todo respeto y pleitesía, sin olvidar jamás que su papel es y será siempre de consorte y no de señora. Sin embargo, hubo que invitar a los consuegros algo que incomodaba sobremanera a los Álvarez quienes empujaban pleitos de lejano y aunque ya no sabían muy bien en qué hechos se basaban los rencores, por todos era sabido el sinsabor que ambas familias arrastraban desde que los jóvenes entraron en amoríos. Dicha incomodidad se hacía especialmente extraordinaria teniendo en cuenta que tras los postres, los invitados aprovecharían la sobremesa para renovar vencimientos, firmar acuerdos, pactar ventas y comprometer el patrimonio de cada casa en tal o cual empresa. Así venía siendo desde antaño, como si no hubiera más fechas al año para negociar los caudales. Y si a ésto, le sumamos la fama de mal cumplidor que cada español carga con razón o sin ella, tenía cierta chufa que a la Virgen de Agosto se la diera el sobrenombre de la Patrona de los Embusteros. La gracia se reía por igual entre los caballeros de buena estirpe y los nuevos comerciantes en auge procedentes del pueblo llano. Los únicos que no participaban en la mofa eran los campesinos y los hombres de mina, porque detrás de cada estafa, eran ellos los que como siempre sufrirían las penurias en forma de hambrunas y miserias. Unos sellaban tratos fumando puros habanos y otros pidiendo a la Virgen por sus cosechas, contra las sequías y las epidemias. Cada cual con lo suyo.
El menú, como cada año, destacaba por su sencillez y originalidad. Rompiendo con todas las reglas sociales del momento, donde la etiqueta marcaba que debían ofrecerse cinco servicios en un menú de veinticuatro platos, la familia Álvarez ofrecía una lista relativamente corta de platos fríos alrededor de un único principal. Esta vez se eligió un entrecôte asado con guarnición de buen gusto que consistía en unas croquetas de ave, puntas de espárragos y trufas servidas en rodajitas. Pero antes del asado, se habían servido entradas frías compuestas por pastelitos rellenos unos de carnes y otros de mariscos, mayonesa de langosta, gazpachuelo de huerta, foie gras y una exquisita variedad de asados fríos compuestos por una selección de jamones de York, Serrano y de Avilés, gambones rojos, almejas y una generosa oferta de canapés a la rusa. El deleite de exquisiteces y buenos vinos no se detuvo con la llegada de los postres, momento en el cual la anfitriona demostraba y con creces su nivel de buen gusto. Además de servirse las mejores frutas de la temporada, los comensales se deleitaron con una fantástica selección de quesos del país así como una media docena de dulces en los que no faltó el afamado pudín al Jerez de la gobernanta ni los mantecados napolitanos que cada año se encargaban religiosamente en la confitería de Isidoro Padilla. Los padres de Carmen no se quedaron a la sobremesa. Con la excusa de acicalar a los niños para la procesión, abandonaron la velada con discreción. El obispo con gran pesar, también hubo de ausentarse. En el gabinete quedaron reunidos además del anfitrión y su homenajeado, el Capitán General de la ciudad, los Heredia, los Lebón y los Sres. Spencer y Roda. Todo un elenco de astucia y poderío cuando las pesetas sonaban en el ambiente.
Dejaron a los hombres con sus cosas y las primas de Arturo acompañaron a Carmen a su casa a acicalarse para la feria. Se cambió el corpiño pero mantuvo la falda nueva llegada de Madrid, confeccionada en sedas de color marfil y sobrefalda de tul en forma de cascada con encajes en tonos aguamarina. El corpiño, también en seda amarfilada, tenía un generoso escote en forma de corazón atenuado por una blusa de tul hasta el cuello y mangas hasta el codo. Un pequeño sombrero blanco a la moda parisiense sin más adorno que una banda a juego del mismo color que los encajes, reposaba encima de su tocador. Al lado, descubrió un ramo de violetas acompañado de una nota:
¿Sabías que me gustan las violetas?
Cuida que se vean bien para que toda la provincia
sepa quién es la dueña de Arturo Álvarez.
Cuida que se vean bien para que toda la provincia
sepa quién es la dueña de Arturo Álvarez.
La emoción se le escapó a borbotones. El amor que a la mañana creyó sentir muerto, arremetía contra ella con toda su fuerza al igual que una ponientera rompe sus olas contra el puerto. Rabiosa y pletórica en alegría, engarzó las violetas al sombrero y se despachó carmín a gusto. Cuando las primas la vieron aparecer, rieron con ganas la bromita del sombrero.
–Hay que ser sosa, Carmencica. Mira que ponerte violetas hoy que nos van a engalanar los biznagueros con los mejores jazmines de las Huertas. Anda, déjame que vea tu armario que con unas plumas de colores y uno de mis adornillos te apaño el sombrero tan ricamente. Te advierto que tengo una mano...
–Muy inquieta sí que la tienes –contestó la menor– porque anda que no le has puesto plumas a ese nido colorea'o que llevas por tocado –y rió su propia gracia al contemplar el enojo que se dibujaba en su prima– ¡Tonta, más que tonta! ¡Qué lo digo en broma!
–Ea, igual da. Anda bobaliconas, no os vayáis a chinchar ahora por eso –y con cierto desdén más coqueto que afligido tomó camino hacia el recibidor, eligió su sombrilla favorita, se alisó la falda y comprobó que su bonita dentadura no tenía rastro alguno del carmín. Desde el portalón, el hijo de la cocinera gritó que el coche de su señoría enfilaba la calle–Vamos niñicas. No hagáis esperar a mi esposo.
En el coche esperaban disfrazadas para la ocasión la gobernanta y la alcaldesa enfundadas en un popurrí de bandas, medallitas y perifollos junto a sus mejores joyas. Era el día señalado donde toda dama debe lucir de blanco, color reservado por las casas más pudientes y con amplio servicio doméstico dedicado a mantener las batistas y las sedas inmaculadas. A más fortuna, más largas eran las faldas, colas y faldones que en la mayoría de los casos, después del uso, quedaban inservibles. El mal empedrado y los socavones de las aceras no estaban hechos para tanta finura y al día siguiente de la procesión, las costureras se afanaban en recortar bajos disimulando los desperfectos con la superposición de rasos y encajes. El carruaje, por supuesto, estaba completamente al descubierto, la caballería engalanada y el chofer engomado y de punta en blanco.
Arturo esperaba a pie del coche cuando las jóvenes salieron del portal una a una. Tras un breve vistazo al sombrero, clavó sus ojos en los de Carmen. Apenas los retiró mientras piropeaba a sus primas por estar tan guapas. Colocó a la mayor entre las señoras y a la menor en los asientos de enfrente. Clavó de nuevo sus ojos en los de ella, besó su mejilla y de forma intencionada retrasó los labios casi hasta el cuello y susurró en su oído –Estás guapísima niña–. A Carmen se le encendió el rostro tanto o más que a un farol de los de la feria. Del corazón se le escapaban los vapores de la pasión que luchaban visiblemente contra el corsé que no concedía tregua alguna a sus latidos. Turbada y emocionada se dejó acomodar sin prisa por su galán que tomó asiento entre las jóvenes.
A la alcaldesa se le antojó de mal detalle el que Arturito no quisiera sentarse entre ella y su madre como hubiera correspondido y más entendiendo que era un hecho sin precedentes que en el carruaje de las damas hiciera acto de presencia un caballero. En cualquier caso, supo perdonar la incorrección al ser testigo de tanta galantería, gracia y cariño mezcla explosiva para una romántica desengañada por la vida y que, en plena madurez, descubre con cierta nostalgia que pese a no haber triunfado el amor en su flaco destino, no por ello debía negar su existencia –Pero qué bonico es el amor, Doña Dolores. Qué afortunada la parejita, ¿no cree?– Y la gobernanta, sin dejar de hacer pompa con su habitual desdén, forzó un leve gesto con la barbilla que se interpretó como afirmativo. Tan apretada mantenía la mandíbula, tan forzada su mirada semejante a la de una estatua, que Arturo no dudó en detectar el insólito sentir de su madre y sonrió para sí mismo mientras se decía –Quién lo iba a decir, Madre, estás celosa a rabiar–.
Ingredientes para 4 personas:
- 1 ó 2 pepinos
- 1 ó 2 tomates
- 2-3 cucharadas de mayonesa recién hecha
- agua helada
- sal y limón al gusto
Nota:
- La cantidad de pepino y de tomate es, al igual que el gazpacho andaluz, un asunto de cada casa. Mi madre lo hacía largo de pepino pero ni ella ni yo éramos entonces amigas del tomate así que nos solíamos hacer la versión solo de pepino.
Preparación:
- Corta el tomate y el pepino en trocitos muy menudos. Añade la mayonesa diluida en agua helada hasta que cubra. Aliña al gusto con sal y limón y deja que repose en la nevera una hora mínimo antes de servirlo.
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