Dip de queso y nueces

Hace ya un porrón de años, una amiga mía regresó de un corto viaje a Paris -por temas de trabajo- completamente emocionada. Había conocido un tipo del que se había quedado completamente prendada, un tío con bastante mundo encima, muy de viajes galácticos y meditaciones por todo el tercer mundo algo que yo nunca llegué a entender cómo ante la miseria y la pobreza ajena, uno puede venirse tan arriba espiritualmente. Y menos un señor que vive en un ático con vistas a la Eiffel y es ejecutivo en una floreciente agencia de marketing y publicidad. Estarás conmigo, que algo no encajaba.

Pero así fueron los 90, cargaitos de muchos viajes exóticos en plan mochileros pero con una super cámara a cuestas y muchas fotos que había que tragarse sí o sí cada vez que algún amigote regresaba de cualquier sabana o algo peor. 
El caso es que este hombre tan especial, que irradiaba tanta sabiduría bajo un aura de persona iluminada con una pila cósmica requete guay, se pasó gran parte de la noche relatando anécdotas de sus viajes. La que más cautivó a mi amiga, fue cuando visitó, un poco de casualidad, un pequeño cementerio en una minúscula isla griega. De esos cementerios hermosos, con muchas flores y con unas vistas al mar increíbles.   

Se detuvo en una lápida y junto al nombre del difunto, rezaba la siguiente leyenda: vivió ocho años y siete meses. Sintió lástima por el chiquillo. Pero para su sorpresa todas las lápidas aludían vidas cortas. El más longevo, de once años. Parecía un cementerio infantil y se le rompió el corazón ver que en ese pequeño lugar tantos niños y tan pequeños habían muerto.

Vio al guarda y le preguntó. No era un camposanto para infantes. Era una curiosa costumbre de aquel lugar. El hombre le contó: tenemos por costumbre, al cumplir los quince años, regalar una libreta a los jóvenes donde van apuntando  los mejores momentos de sus vidas:  a la izquierda, qué fue lo disfrutado. A la derecha, cuánto tiempo duró. Conocer un amor, tener un hijo, casamientos, viajes... en fin, todo va quedando contabilizado en esta libreta y cuando alguien muere, sumamos el tiempo disfrutado para escribirlo sobre su tumba, porque al fin al cabo, solo los momentos felices son los que de verdad cuentan en la vida.
Qué historia tan bonita, qué cosas tan interesantes le pasaban al gabachito de voz serena y cantarina. Mecachis, hay gente que en unas vacaciones reúnen más vivencias que la mayoría de los mortales en toda su vida. El problema, fue, que un par de años después -o algo más, ya descontrolo- me encontré con este mismo cuento leyendo Historias para pensar de Jorge Bucay. Toma ya. El truco para ser tan encantador y forjado en una y mil aventuras, parece que pasa por tener una buena biblioteca. 

En cualquier caso, ahora con las redes sociales, el nivel por currarse el ligoteo  ha decaído  enormemente. Veo reels y ticktoks con consejos de cómo ligar, en plan "a los chicos nos gusta que nos soplen detrás de las orejas" o "a las chicas nos encanta que los chicos se levanten la camiseta y marquen tabletas"  y me quedo  bocas de oír tanta estupidez de retrasados emocionales que no sabrían como besar por primera vez a su pareja sin retransmitir en directo. Dónde va a parar. Tirar de biblioteca tiene muchísimo más glamour. 


Ingredientes:
(La receta la encontré aquí)
  • 150gr. queso feta (o un queso de oveja fresco)
  • 75gr. de queso de untar
  • 75gr-125gr. de nueces a tu gusto
  • unas hojitas de albahaca fresca
  • aceite de oliva
  • ralladura de limón
  • opcional: un poco de pimienta acitronada para decorar

Preparación:
  1. Pon todos los ingredientes en el vaso de un procesador o trituradora y haz una masa homogénea. Puedes moler primero las nueces para que sea más fácil. Decora con un poco de aceite de oliva y un poco de pimienta (a mí me encanta la pimienta acitronada o Zitronenpfeffer) 

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