Bef Stroganoff y la mujer que amó a Serguéi

He tenido una larga vida. Quien sepa leer en las arrugas, verá que llevo escrita la historia del siglo XX por todo mi cuerpo. He llegado al convencimiento que el destino, de algún modo, se nos cose al alma y si no lo podemos cambiar es simplemente porque no lo vemos, y así avanzamos por la vida ciegos y confiados sin imaginar las atrocidades que nos están esperando. De ningún otro modo caminaríamos directos a semejante horror.

Mi infierno comenzó el mismo día que fui detenida y conducida a la Lefórtovo. Mi interrogatorio, igual al del resto de mis compañeros de infortunio, duró meses. Se olvidaban de mí durante semanas y cada vez que entraban en nuestro habitáculo nunca sabíamos a por quien venían. Perdimos la noción del tiempo entre torturas e interrogatorios, querían que confesara mi traición y de buena gana lo habría hecho de saber lo que deseaban. Les daba igual las súplicas, la inocencia, los ruegos, el dolor puro y despojado de piel. Nos llevaban y traían como despojos hasta que un día ya no regresábamos al camastro. Algunos morían en los sótanos y otros éramos llevados a juicio. En solo 15 minutos, una troika me sentenció a 20 años de trabajos forzados en el gulag de Abez. Imposible saberlo entonces pero fui una de las 29 millones de personas recluidas en los casi 500 gulags o campos de concentración que existieron en la URSS. Se estima, porque no se sabe a ciencia cierta, que entre 15 a 20 millones de presos no lograron sobrevivir. Y entre ellos, demasiados amigos y conocidos.

No me ha gustado nunca hablar de los ocho años que pasé en el norte. Quien sobrevive tiene luego que aprender a superarlo y para mí fue vital ignorar esos recuerdos. Esa parte de mi existencia aunque no la niego, prefiero pasarla por alto porque ¿Qué sentido tiene alimentar el tormento cuando mi vida estuvo repleta de felicidad? Sería injusto enturbiar mi memoria con tanto espanto. Si algo ha sobrevivido en mí son los recuerdos de mi niñez y juventud, mi vida junto a mis hijos y por supuesto, los años de felicidad al lado de Serguéi.

¡Serguéi, cómo le amé! Me enamoré de él la primera vez que le oí tocar en el Carnegie Hall, en Nueva York, donde vivía junto a mis padres desde muy pequeñita. Yo era una chiquilla de 21 años, entusiasmada con la revolución social que nos estaba tocando vivir, el sueño social-demócrata que a tantos nos cautivó como primer escalón para lograr una sociedad más equitativa, libre y democrática. Me deshice en cuanto le vi enfilar el piano, quedé rendida ante su genialidad e hipnotizada tal cual clavó sus ojos en mí. Desde ese día no he deseado otra cosa que estar con él. 
Desde ese instante, nuestro idilio se fue asentando y no tardamos en dejarnos ver en fiestas, paseábamos juntos durante horas y nos encartábamos sin falta. Comenzó entre nosotros un tira y afloja que duró años. Serguéi no quería compromisos ni ataduras y yo no consentía que me tuviera a su antojo. Había vivido lo suficiente para saber que futuro tiene una mujer embarazada y sola. Aún así, nos sedujo el movimiento parisiense que estaba revolucionando la esfera cultural y artística del mundo y en contra de los consejos de mis padres me embarqué con él rumbo a Francia. Seguí en mis trece de no compartir su mismo techo. Esto provocaba tensiones e infidelidades que soporté estoicamente. Mi amor era más grande que todo eso. O casi, porque llegó un momento en que me ahogaba cierto presentimiento al intuir que le estaba dando más de lo que recibía. Yo también deseaba tener una carrera, mi propia identidad y sin pensármelo demasiado me mudé a Italia para perfeccionar el canto.

Podría haberlo perdido, lo sé, pero urgía salir de esa espiral emocional que no nos llevaba a ningún sitio. El matrimonio no tenía porqué ser tan terrible y para mí era la única manera de compartir mi vida a su lado. Si estaba en que no, mejor dejarlo antes de marchitar mis mejores años junto a un hombre egocéntrico que solo atiende aquello que para él tiene sentido. La distancia nos puso a cada uno en nuestro sitio. Supimos ver lo que importa y lo que no. Ganó nuestro amor. Me escribió y me hizo promesas. Me pidió que me reuniera con él cuanto antes, mejor no esperar a Paris, ven ahora a Suiza y reúnete conmigo. Así lo hice, ya no tenía voluntad propia. Él era mi universo, sin más.

Pero Serguéi seguía sin encontrar tiempo para la boda, aún tenía dudas y tuvo que ser el futuro nacimiento de Sviatoslav quién adelantara los acontecimientos. Disfruté de la maternidad, del éxito de mi esposo, de la vida en Paris junto a Coco, Picasso, Federico, Hemingway, Chaplin, Ravel, Stravinski, Camus... tantos amigos, tanta actividad y tanta vida rebosante de luces, colores y música. Mi carrera se fue ensombreciendo casi antes de arrancar por ese maldito pánico escénico que no logré superar.  No tuve tiempo que perder en frustraciones.  Oleg vino al mundo y tenía todo lo que necesitaba para ser la mujer y madre más feliz de este mundo.
El porqué Serguéi decidió regresar a Rusia es complejo de explicar. Lo hizo con el alma y no con la cabeza. No estuve de acuerdo pero de nuevo el genio egocentrista se atrincheró en sus expectativas. En Moscú le adulaban y todos soñaban con el regreso del gran maestro. Fui con él por puro amor. No me planteé quedarme atrás. Mi destino y el de los niños estaba unido al de él así que nos establecimos en la capital rusa, en un bonito y amplio piso dadas las circunstancias. Fuimos el centro de atención y admiración de toda la clase artística y culta de la ciudad salvando a los soviéticos del partido con los cuales no manteníamos demasiado trato. Yo nunca dejé de ser yo y por eso nadie me quitó el tratamiento de extranjera. Mi forma de vestir, mi soltura en el trato, mi buena relación con todas las embajadas y extranjeros afincados en Moscú, todo ello, fortaleció cierto ronroneo en el poliburó que sentenció extraoficialmente que yo no era la esposa que el maestro necesitaba a su lado.  Y así, como por arte de magia, Mira se coló en la vida de Serguéi.

Una estudiante de 18 años, miembro de las juventudes comunistas me robó a mi esposo. Lo que comenzó como una aventura veraniega se enquistó en mi desgracia. Como siempre en estos casos, fui la última en saberlo. Vi a Serguéi distanciarse, mudar su humor y sentí su alma atormentada. Cuando lo confirmé, ya no había nada que hacer. Ya no era mío. Confesó a alguno de nuestros amigos que le atormentaba verme sufrir. Sentí morirme. Yo no deseaba despertar su compasión pero caí en una profunda depresión y fue mi hijo Sviatoslav quien me consoló ante aquella amputación del alma. No, no era el corazón roto, era mi vida, mi aliento y mi ser. Cuando anunció que dejaba la casa, el doctor tuvo que asistirme. Me sedó y me ordenó guardar cama. Serguéi se arrodilló ante la cama, me susurró palabras de perdón y me besó. Me retorcí en llanto entre aquellas sábanas que habían sido nuestras y que nunca más arroparían el calor de su cuerpo. Nuestro hijo mayor, en la puerta junto a la maleta de su padre, espera alguna palabra de aliento. "Algún día me comprenderás". Eso fue todo. Y se marchó.

Y la desgracia se coló en nuestras vidas. Serguéi languidecía de remordimientos y Mira nos odiaba cada vez más. Me pedía el divorcio insistentemente y me negué a concedérselo. Nos costaba salir adelante y con la evacuación de Moscú ante la cercanía de los alemanes, todo resultó muchísimo más difícil. Algunos días no teníamos que comer y les prometía a los niños que, cuando visitáramos Madrid, les iba a llevar a comer churros con chocolate. Nos reíamos, nos abrazábamos y aguantábamos los bombardeos día tras día. Tras la guerra las cosas no mejoraron mucho para nosotros. Stalin inició su gran purga y fuimos testigos de las detenciones de muchas amistades. Me habían avisado que yo estaba en entredicho. Trabajaba para una agencia extranjera haciendo traducciones y me aconsejaron que dejara de frecuentar a otros extranjeros. Lo desoí. ¡Qué más desgracias podían pasarme!

En enero de 1948 Mira y Serguéi logran casarse con la venía del partido a pesar de no habernos divorciado. Como nos casamos en el extranjero, los soviéticos ignoraron nuestro matrimonio. No tuve tiempo de lamentar este nuevo golpe. Vinieron a por mí y me llevaron al infierno.

El día que Stalin murió todos los presos del gulag lo celebramos. Se rumoreaba que se haría un armisticio. Mi alegría se ensombreció cuando por otra presa supe que Serguéi también había muerto. Le lloré cuanto las lágrimas me lo permitieron que no fue mucho. Ya me había acostumbrado a su ausencia, pero jamás he dejado de amarle. Volví a llorar cuando una vez liberada, mis hijos me contaron que murió apagado, oscuro y pesaroso. Sé que me quería. Porque el amor no se forja en un arrebato juvenil. Se templa con los años, en las adversidades, como cuando me abrazaba a mis hijos en los bombardeos. Sé que él jamás se habrá perdonado no haber estado en esos abrazos y no haber soñado con churros con chocolate. El amor no es solo sentimiento, es sobre todo complicidad y yo no he renunciado a ella jamás. Sigo amándole y luché para que se restablecieran mis derechos como esposa, por salir de Rusia y por mantener el recuerdo y la obra de Serguéi Prokófiev vivos. 

Soy Lina Prokófiev, la madrileña que se enamoró del gran compositor. Dediqué mi vida entera a su música. Fallecí siendo una anciana casi centenaria y estaba convencida que mi último pensamiento en esta vida sería evocar a mi Serguéi, en ese traje blanco que tan guapo le hacía. No, para sorpresa de todos, en mi delirio, confundí a los enfermeros con mis carceleros de Lefórtovo. "No me matéis, soy inocente. Soy inocente".
Receta y fotografía extraída del libro "La cocina en Rusia" edición al alemán del año 73.

Ingredientes para dos personas:
  • 250gr. de champiñones
  • 1/2 cebolla
  • 2 filetes de ternera cortados en tiras finas
  • 300ml. de nata agria (mezcla 2/3 partes de nata con una de yogur)
  • 1cda. de mostaza
  • Sal, pimienta y algo de aceite

Procedimiento:
  1. Corta en láminas y saltea los champiñones con un poco de aceite hasta que queden dorados. Retíralos y los reservas. 
  2. Haz lo mismo con la cebolla muy picada hasta que quede bien marcada de color. Es el doradito de los tres ingredientes principales los que le van a dar el sabor. Retírala y la reservas también. 
  3. Marca la carne a fuego muy vivo unos dos minutos o tres. Le añades los champiñones y la cebolla, la nata y la mostaza. Salpimienta. Remueve a fuego medio hasta que hierva la nata. Deja que temple un poquito para que la salsa tome cuerpo. Lo ideal es servir este plato con unas patatas fritas en gajos.

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