1ª Parte. Papaviejos de Almería

El cortijo estaba a medio camino entre la ermita y la playa por el lado de los Caretones. Lo protegía del viento por atrás las faldas del Cerrico del Romero y por el frente cuatro norias, tres palmeras y algunas moreras negras. Desde la casa, además de las vistas al castillo de la Torre de los Alumbres, podíamos contemplar prácticamente el Playazo de punta a punta. El pequeño embarcadero tenía siempre jaleo entre los minerales que se despachaban por la ruta a Cartagena o las sedas y otras mercaderías clandestinas que se movían desde Gibraltar y que a veces, por culpa de las levanteras y levantillos que se despertaban en un abrir y cerrar de ojos, fondeaban en nuestra playa porque por todos era conocido el rico vergel de Rodalquilar y los aldeanos, obligados por costumbres ancestrales, se veían forzados a ofrecer techo, agua y comida. Higos, harina de maíz, verduras, patatas y pescados eran presentados sin miserias y si bien la hospitalidad no se negaba, el pago de servicios no se rechazaba siendo siempre bien recibido.
Toda la costa del Cabo de Gata era legendariamente conocida por un trajín marítimo consagrado al contrabando y la piratería ya que sus múltiples calas y caletas eran un refugio fantástico para los que no se querían dejar ver en aguas más abiertas con género franco. Y sobra decir, que aquellos incautos que quisieran resguardarse en sus bahías sin conocer las corrientes y esperillas, encallaban haciendo aguas irremediablemente.
Toda la costa del Cabo de Gata era legendariamente conocida por un trajín marítimo consagrado al contrabando y la piratería ya que sus múltiples calas y caletas eran un refugio fantástico para los que no se querían dejar ver en aguas más abiertas con género franco. Y sobra decir, que aquellos incautos que quisieran resguardarse en sus bahías sin conocer las corrientes y esperillas, encallaban haciendo aguas irremediablemente.
No había marinero en el cabo –corsario o pescador que a la postre todos eran lo mismo– que no supiera del truco del faro de la Mesa Roldán. En las noches de poco viento, el faro dejaba de lucir y en apenas unos minutos otra luz más tenue y ligeramente más al norte lucía en su lugar. De vez en cuando, caía alguna embarcación cargada de fruslerías que en su afán de burlar al fisco, se dirigían - normalmente de noche- al puerto de Cartagena o Alicante a despachar su mercancía evitando las aduanas de Cádiz y de Valencia que con tanta avaricia recaudaban impuestos para engordar primero las arcas reales y de repaso los arcones personales de los cientos de funcionarios que proliferaron por aquellos años. Como decía, estas embarcaciones atraídas por el falso faro, embarrancaban en la playa de los muertos que de tanta sangre como se vertió en sus orillas se la dio a conocer con tan feo nombre.
Pero eso era cosa de algunos cortijeros mal encarados que del negocio de la mar sabían poco. Lo normal entre la marinería pequeña era, además de la pesca, andar siempre ojo avizor a los bergantines que encallaban. Ofrecían socorro a sus tripulaciones y se agenciaban el almacenaje de las bodegas. No había cortijillo que no tuviera doble tabique cargadico de mercaderías desvalijadas. Los parroquianos solo tenían que sentarse y esperar porque al olor del naufragio, tarde o temprano se dejaban ver comerciantes ofreciendo buenos reales por reembarcar el género en sus barcos. Y negocio redondo para todos porque en toda la provincia, la salsa de la vida se cocía en la mar y el pico y la pala se cultivaban en el interior, en las muchas explotaciones mineras repartidas por toda la Sierra de Gádor y las Alpujarras.
Mi abuelo controló todo el contrabando almeriense hasta que se lo ajustició la competencia en plena calle. No quedó duda de que el negocio cambiaba de patente y nadie se atrevió a seguir negociando con mi familia. Pero mi padre llevaba el comercio y la minera en las venas, esa espina no se la logró sacar, y en lugar de continuar con su carrera diplomática como vicecónsul de Portugal, regresó a su Almería y a su desierto de Gata que tanto amaba. Allí conoció a mi madre, otra alma atrapada por el encanto del cabo, mucho más joven que él de quien se enamoró perdidamente. Mi padre adoraba a mi madre hasta la locura y ella supo estar a la altura de tan hermosa pasión. Le amó cada día de su vida, le dio diez hijos sanos y asalvajados y hasta donde mis recuerdos llegan, no pasó día sin que esa mutua lealtad romántica hiciera acto de presencia.
Pero eso era cosa de algunos cortijeros mal encarados que del negocio de la mar sabían poco. Lo normal entre la marinería pequeña era, además de la pesca, andar siempre ojo avizor a los bergantines que encallaban. Ofrecían socorro a sus tripulaciones y se agenciaban el almacenaje de las bodegas. No había cortijillo que no tuviera doble tabique cargadico de mercaderías desvalijadas. Los parroquianos solo tenían que sentarse y esperar porque al olor del naufragio, tarde o temprano se dejaban ver comerciantes ofreciendo buenos reales por reembarcar el género en sus barcos. Y negocio redondo para todos porque en toda la provincia, la salsa de la vida se cocía en la mar y el pico y la pala se cultivaban en el interior, en las muchas explotaciones mineras repartidas por toda la Sierra de Gádor y las Alpujarras.
Mi abuelo controló todo el contrabando almeriense hasta que se lo ajustició la competencia en plena calle. No quedó duda de que el negocio cambiaba de patente y nadie se atrevió a seguir negociando con mi familia. Pero mi padre llevaba el comercio y la minera en las venas, esa espina no se la logró sacar, y en lugar de continuar con su carrera diplomática como vicecónsul de Portugal, regresó a su Almería y a su desierto de Gata que tanto amaba. Allí conoció a mi madre, otra alma atrapada por el encanto del cabo, mucho más joven que él de quien se enamoró perdidamente. Mi padre adoraba a mi madre hasta la locura y ella supo estar a la altura de tan hermosa pasión. Le amó cada día de su vida, le dio diez hijos sanos y asalvajados y hasta donde mis recuerdos llegan, no pasó día sin que esa mutua lealtad romántica hiciera acto de presencia.
Yo soy la primogénita de tanta tropa y crecí en mi querido Rodalquilar salvaje y feliz, enredada en libros y en esparto por partes iguales. Los cortijos habían sido herencia de mi madre. Nos quedamos con el grande y el resto estaba en manos de aparceros. Con lo que producía la tierra, las norias y el molino daba para que la casa se sostuviera sola. Mi madre se encargaba de este gobierno. Mi padre, por su parte, se endeudó con otros socios en el sueño de poner en marcha una industria metalúrgica para la
obtención del cuarzo en Rodalquilar. La explotación –bautizada con el nombre de las Niñas– era de rédito escaso pero para sorpresa de todos, se encontró oro en los cuarzos lo que impulsó en la mina un nuevo flujo de esperanza e inversores que se sumaron rápidamente al negocio. Rodalquilar florecía de un día para otro, con una actividad y un entusiasmo jamás visto en toda la Sierra de Gata.
Los niños teníamos un pequeño barquito de remos. Cuando había calma chicha, mi madre nos dejaba a los mayores salir a marisquear por los alrededores. Lapas, cangrejos, gurugatos y algún pulpillo con el que aderezar el arroz o la sopa de pescado. En las noches de verano cuando no había paisano quien respirara tanta calor –el tío Bernabé, el del cortijo de las Norias, decía que a la caló se la podía masticar– se nos dejaba dormir al raso en lo alto de la casa y para cuando tocaba luna llena, esa luna de mar, tan amarilla y tan lactosa, en la casa ya se sabía que ningún crío pegaría el ojo así que se bajaba en tropel hasta la playa donde la chiquillería del barrio de la Ermita y de los cortijos del Playazo nos juntábamos al libre albedrío chicos y grandes desfogando la energía lunar a gusto. Y puesto que los pescadores no podían salir a faenar la sardina y el boquerón con el arte del farol, pues se unían a la reunión cada cual con su silla, su bota y el tabaco de liar. Las mujeres, con lo suyo; la labor y el taburete y así, a la luz de los faroles, se cortaban trajes a medida desde Aguamarga hasta a San José sin dejar ni un casamiento, defunción o escándalo sin sacarle un fruncido. Puedo asegurar sin mentir, que ninguna niña en la provincia fue tan libre y feliz como yo lo era.
Los niños teníamos un pequeño barquito de remos. Cuando había calma chicha, mi madre nos dejaba a los mayores salir a marisquear por los alrededores. Lapas, cangrejos, gurugatos y algún pulpillo con el que aderezar el arroz o la sopa de pescado. En las noches de verano cuando no había paisano quien respirara tanta calor –el tío Bernabé, el del cortijo de las Norias, decía que a la caló se la podía masticar– se nos dejaba dormir al raso en lo alto de la casa y para cuando tocaba luna llena, esa luna de mar, tan amarilla y tan lactosa, en la casa ya se sabía que ningún crío pegaría el ojo así que se bajaba en tropel hasta la playa donde la chiquillería del barrio de la Ermita y de los cortijos del Playazo nos juntábamos al libre albedrío chicos y grandes desfogando la energía lunar a gusto. Y puesto que los pescadores no podían salir a faenar la sardina y el boquerón con el arte del farol, pues se unían a la reunión cada cual con su silla, su bota y el tabaco de liar. Las mujeres, con lo suyo; la labor y el taburete y así, a la luz de los faroles, se cortaban trajes a medida desde Aguamarga hasta a San José sin dejar ni un casamiento, defunción o escándalo sin sacarle un fruncido. Puedo asegurar sin mentir, que ninguna niña en la provincia fue tan libre y feliz como yo lo era.
Felicidad que empezó a alternarse con zozobras a medida que mis padres me obligaban a acompañarlos a la capital. Esas visitas, cada vez más frecuentes, iban siempre acompañadas de reproches. La familia reprendía a mi madre por no haberme adecentado. La niña está embrutecida –hablaban de mí como si no estuviera– y ese adecentar del que tanto hablaban, pasaba por la necesidad de internarme cuanto antes para que las monjas me enseñaran refinamientos y modales. No le perdonaban a mi madre haber consentido que mi piel se tostase al sol, como una malnacida miserable criada en la Chanca. Había mancebas en la plaza con mejor planta que la mía. O por lo menos, eso decían.
Yo quería ser como mi madre. Tener un cortijo en el cabo, un marido que me amase como a una reina mora y, puestos a pedir, ser maestra. Maestra a lo grande, no como esos maestrillos ambulantes que se presentaban de vez en cuando por las pedanías ofreciéndose a enseñar a leer y a escribir a los cazurros del valle y claro, salían corridos a palos, con el estómago tiritando de pura carencia y la cabezota escalabrá. No, yo enseñaría a las niñas y a las mujeres lectura y escritura. A cada una le regalaría un libro –nada de batallas ni de ejércitos– de labores o de flores o de recetas de ultramar. Junto con el libro, papel y lápiz y así, para cuando se cansaran de releer lo mismo, les diera por escribir su propio manuscrito. Y ellas, como madres y esposas, serían las encargadas de transmitir esta herencia a la siguiente generación y como a una madre ni se la escalabra ni se la corre del cortijo, iba a tener el éxito asegurado si no en todos sus vástagos por lo menos en los más espabilaicos. Una vez que la palabra se te mete en el cuerpo, ya no hay quien la saque y esa que se quedó dentro pide más, primero hojas sueltas y luego el libro entero. Y cuando se te han metido muchas palabras dentro, el pensamiento reclama lo suyo y el cerebro comienza a funcionar, a sumar solo sin necesidad de contar con los dedos.
Desde bien chica, tuve claro que sin educación no hay libertad. Que el sufragio no llegaría a la mujer hasta que no se la ilustrase y se la enseñase a pensar por sí misma, algo que los varones no estaban dispuestos a conceder. Para ellos, yo era una feminista feroz. Para las feministas, una vendida que quiso hacerse escuchar en oídos sordos, asegurando que un voto en manos de un analfabeto es lo mismo que encender el falso faro de la Mesa de Roldan. Pero eso fue mucho tiempo después. Aún me quedan muchas lágrimas que verter antes de llegar a Madrid. Yo aún estoy en Almería, cada día pasando menos tiempo en Rodalquilar y más en la casa de la capital.
Me dejaron acudir al casamiento de Dolores y Víctor. Esta unión costó mucho parirla ya que la novia viene de buen cortijo y él es uno de los inadaptados, una de las familias aliadas a mi abuelo que cuando le despacharon a navajazos, se negaron a rendir pleitesía al nuevo amo y tuvieron que abandonar sus terruños y hacinarse por los montes de mala manera. Los Chafinos –que así se llamaban– vivían en un repliegue del barranco de las Carihuelas y lo que comenzó siendo un cortijo rodeado de nopales se convirtió en poco en una barriada plagada además de chumberas, de pinos, higueras, palmeras y huertas. Amaban tanto su barranco que las hijas al casarse se negaban a marcharse obligando a sus maridos a establecerse allí. No era mal negocio, porque la mejor cebada se cultivaba allí así como flores y hortalizas que imprimían una belleza inigualable al lugar. Tanto, que el nuevo señor, los echó de mala manera a unos y a los que resistieron los maleó y maltrató a placer.
Esta boda venía a sellar la paz entre ambas familias y es por lo que todos los habitantes de la comarca estaríamos presentes en el evento más sobresaliente de los últimos años solo comparable con el naufragio del Valencia. No es que nadie se alegrara del hundimiento del vapor –y menos cuando la carga se hundió con el pecio– pero es que la sumersión se hizo larga y como el capitán, que era inglés y muy de su casa, no quiso abandonar la playa hasta que el barco se arruinase bajo las aguas, obligó a su tripulantes a hacer lo propio. Como la mar no estaba mala, fueron llegando al lugar del siniestro, barquitos desde Aguamarga hasta los Escullos, cargadicos de familiares y cada cual con su picnic como era menester y sobra decir lo asombroso del despliegue de viandas que se desparramó por toda la playa. A medida que la gente fue calentando panzas y gaznates, el folclore que se armó fue de tal envergadura que la verbena se recordó durante meses.
Si bien en la capital lo papaviejos se arrinconaban solo para Pascua, en los Campos de Níjar eran un dulce obligado en bodas y nacimientos. Los más preciados eran los del Cortijo la Unión, es decir, los de mi madre, que además de buena maña para el goloseo tenía sus secretos y el de los papaviejos no era otro que el rebozado. Se mandaba traer de Gibraltar coco seco que molía junto al azúcar y con ese polvo embadurnaba cada bocado. El dulzor del coco mezclado con el toque de canela, daba a cada buñuelo un asombroso encanto que no era comparable con ningún otro manjar conocido en estas tierras. Ésta fue mi despedida de Rodalquilar. Yo no lo sabía aún, pero ya no volvería al cortijo de mi infancia. Mi Playazo se quedaba atrás y por delante me esperaban años de muchas lágrimas.
Ingredientes:
Notas:
- 300gr. aproximadamente de patatas
- 250gr. aproximadamente de harina repostera
- 3 huevos frescos
- 250ml. de leche
- 50gr. de azúcar
- la ralladura de un limón
- una cucharadita de canela
- Un sobre de gaseosa o una cucharadita rasa de bicarbonato
- Aceite para freír
- Para rebozar, por cada 2 cucharadas de coco rallado, 1 de azúcar
Notas:
- Esta es una receta muy difícil de calcular ya que unas veces las patatas chupan más líquidos que otras. Así que es aconsejable añadir la harina al final y poco a poco. Si es necesario uno se queda corto y si se tercia se le echa más. La textura debe quedar como una crema espesa. A mi no me gusta demasiado dura la masa. Adoro esa esponjosidad de los más ligeros pero creo que eso es cosa de cada casa.
- Para moler el coco y el azúcar del rebozado yo uso una minipimer. Si se hace en un procesador de alimentos o robot de cocina cuidar de molerlo demasiado fino.
- Pelar las patatas y machacarlas hasta hacerlas puré. Añadir el resto de ingredientes y batir con unas varillas eléctricas o minipimer.
- Añadir la harina poco a poco y seguir batiendo hasta obtener una masa cremosa y sin grumos.
- Calentar abundante aceite en una sartén honda. Mientras se calienta, añadir unas cortezas de limón y unas vez doradas retirarlas. Por un lado se le aporta aroma al aceite y por otro se evita que se caliente demasiado. Ir friendo los buñuelos añadiendo pequeñas porciones de masa con la ayuda de una cuchara.
- Escurrir los buñuelos sobre un papel absorbente de cocina y aún calientes embadurnarlos de la mezcla de coco rallado y azúcar molido.
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