Gazpacho de pepino y manzana
Me veo obligada a mirar el calendario para asumir que estamos en agosto, que es verano, tiempo de calorcillo y de sol y de... 13ºC querid@ mí@. Trece asquerosos y fríos grados que se están cargando mis matas de tomates y pepinos. Trece desagradables que se meten en los huesos, entrando por los pies que no se calientan ni a tiros y coronando las puntas de los dedos de las manos que claman un té calentito o una sopita o un cocido. Eso de que al mal tiempo buena cara... uhmm, no, no basta. Ya puedes disimular todo lo que quieras que las tiritonas se descubren solas, y a la tarde la nariz delata que algún vecino no resistió la tentación de encender la chimenea porque el fuego de un lar huele a una cosa y una barbacoa a otra. Pero sobra decir que nadie lo reconocerá y que si pillas el humillo saliendo por la chimenea de algún parroquiano te dirá que estaba asando patatas.
Y es que, hay cosas que no se pueden asumir jamás. Cuando vives en un país donde más de medio año es invierno es fundamental defender el veraneo con uñas y dientes. Con barricadas si hace falta. No, no nos lo quitarán ni las ventoleras, ni las tormentas ni las gotas frías. En este país hoy diluvia y mañana se pasea por la Hauptplatz en chanclas. Cueste lo que cuente pero el verano no nos lo quita nadie ni harto de Weissbier. Este año hemos sufrido ataques épicos de tormentas donde nos llegaban rayos por cuatro partes distintas. Fuertes vientos que nos han despeluchado las matas de grosellas, heladas tardías que quemaron las flores de los frutales y salvo manzanas, del resto este año no hemos tenido: ni albaricoques, ni cerezas ni ciruelas. Las fresas y moras, que han sobrevivido a todos los temporales, están siendo engullidas por los pájaros. No hemos podido recolectar ni una. Son los más madrugadores y cuando bajas a recolectar los muy bichejos no dejaron ni una sin picotear. Me recuerda a cuando éramos pequeños y chupábamos todos los pasteles de chocolate para que no se los comieran los otros. Supervivencia, supongo.
Así que el otro día, cuando le vi este gazpacho a Julia, supe que tenía que arriesgar mi último par de pepinos. El pronóstico era desolador pero eran aún chicos para echarles mano. Aún a riesgo que el frío de la noche me los fracasara, les he aguantado en la mata dos días de intensas lluvias. Con el corazón en un puño, créeme y quien tiene o ha tenido huerta sabe a lo que me refiero. Esa humanización de nuestras matas y verduras, que las tratamos como a personitas indefensas pero que en cuanto toca recolección y zampar nos pasamos por el forro los sentimentalismos y por no echar, no derramamos ni lágrimas de cocodrilo porque el placer de saborear un tomate de huerta, no de cualquier huerta, sino de la tuya, de la que has plantado, regado y podado sin pausa y sin descanso... esa mezcla de sabor y satisfacción no tiene precio.
Aguanté el diluvio y a la vista que hice bien. Tienen de nuevo aspecto como los primeros de la temporada, que salen de carne más verdecita pero muy tiernos, un placer que está a punto de desaparecer hasta el año que viene... y por quién más lo siento es por Lucas que es capaz de ingerir toneladas de pepinos y no hartarse jamás. Yo en cambio, con su edad más o menos, pillé un cólico tremendo que me tuvo en cama cerca de una semana. Era verano, agosto o septiembre no recuerdo. Vivíamos en Daimiel y pasábamos el día en la finca de unos amigos. Los chiquillos solo salíamos de la alberca para ir al huerto y pillar "chucherías". Estábamos varias familias así que a los niños se nos controlaba a groso modo sin entrar en detalles. En este maravilloso caos infantil, nadie sabe a cuántos adultos les pedí que me pelaran un pepino, que lo partieran en dos con un poquito de sal y mojado en aceite de oliva. No saben a ciencia cierta. No recuerdo bien pero creo que la primera descarga de mi ingesta fue en la propia alberca. En seguida se dieron cuenta y hubo un coro de voces que afirmaron "se ha empachado". Hubo suerte que en la reunión estaban los farmacéuticos del pueblo que rápidamente abrieron la botica en busca de remedios para el empepinazo. De nada valió y pasé varios días de pesadilla. Tanto fue, que me he pasado muchísimos años sin probarlos. Pero, como quien cumple una penitencia, un buen día desapareció el rechazo y volví a disfrutar de ellos como si nada hubiera pasado. O casi, que reconozco que ahora soy más medida y a veces me disculpo diciendo, " no, no quiero más que se me indigestan".
Y por cosas de la vida, había olvidado por completo este gazpacho. Hasta que se lo vi a Julia y las fotos de infancia, los olores que no sé porque se me cuelan tan nítidos en los recuerdos, regresaron en un instante. Sí que es verdad, se comía de postre y en aquella época, que a los niños se nos daba de comer antes, yo hacía doble postre porque jamás me pude resistir. Y jamás nadie pasó por mi vida sin ofrecerme una cuchara con la que compartir este gazpacho. A mi hermano Luisfer le oí decir hace ya muchos años, que nadie hay en el mundo más chiquero que un manchego. Jamás pasaba un paisano por el patio de casa sin ofrecerse a llevarse a los chiquillos al campo o a dar de comer a los conejos o a recoger los huevos de gallina. Cuántos recuerdos! cuántas bondades!
Y es que, hay cosas que no se pueden asumir jamás. Cuando vives en un país donde más de medio año es invierno es fundamental defender el veraneo con uñas y dientes. Con barricadas si hace falta. No, no nos lo quitarán ni las ventoleras, ni las tormentas ni las gotas frías. En este país hoy diluvia y mañana se pasea por la Hauptplatz en chanclas. Cueste lo que cuente pero el verano no nos lo quita nadie ni harto de Weissbier. Este año hemos sufrido ataques épicos de tormentas donde nos llegaban rayos por cuatro partes distintas. Fuertes vientos que nos han despeluchado las matas de grosellas, heladas tardías que quemaron las flores de los frutales y salvo manzanas, del resto este año no hemos tenido: ni albaricoques, ni cerezas ni ciruelas. Las fresas y moras, que han sobrevivido a todos los temporales, están siendo engullidas por los pájaros. No hemos podido recolectar ni una. Son los más madrugadores y cuando bajas a recolectar los muy bichejos no dejaron ni una sin picotear. Me recuerda a cuando éramos pequeños y chupábamos todos los pasteles de chocolate para que no se los comieran los otros. Supervivencia, supongo.
Así que el otro día, cuando le vi este gazpacho a Julia, supe que tenía que arriesgar mi último par de pepinos. El pronóstico era desolador pero eran aún chicos para echarles mano. Aún a riesgo que el frío de la noche me los fracasara, les he aguantado en la mata dos días de intensas lluvias. Con el corazón en un puño, créeme y quien tiene o ha tenido huerta sabe a lo que me refiero. Esa humanización de nuestras matas y verduras, que las tratamos como a personitas indefensas pero que en cuanto toca recolección y zampar nos pasamos por el forro los sentimentalismos y por no echar, no derramamos ni lágrimas de cocodrilo porque el placer de saborear un tomate de huerta, no de cualquier huerta, sino de la tuya, de la que has plantado, regado y podado sin pausa y sin descanso... esa mezcla de sabor y satisfacción no tiene precio.
Aguanté el diluvio y a la vista que hice bien. Tienen de nuevo aspecto como los primeros de la temporada, que salen de carne más verdecita pero muy tiernos, un placer que está a punto de desaparecer hasta el año que viene... y por quién más lo siento es por Lucas que es capaz de ingerir toneladas de pepinos y no hartarse jamás. Yo en cambio, con su edad más o menos, pillé un cólico tremendo que me tuvo en cama cerca de una semana. Era verano, agosto o septiembre no recuerdo. Vivíamos en Daimiel y pasábamos el día en la finca de unos amigos. Los chiquillos solo salíamos de la alberca para ir al huerto y pillar "chucherías". Estábamos varias familias así que a los niños se nos controlaba a groso modo sin entrar en detalles. En este maravilloso caos infantil, nadie sabe a cuántos adultos les pedí que me pelaran un pepino, que lo partieran en dos con un poquito de sal y mojado en aceite de oliva. No saben a ciencia cierta. No recuerdo bien pero creo que la primera descarga de mi ingesta fue en la propia alberca. En seguida se dieron cuenta y hubo un coro de voces que afirmaron "se ha empachado". Hubo suerte que en la reunión estaban los farmacéuticos del pueblo que rápidamente abrieron la botica en busca de remedios para el empepinazo. De nada valió y pasé varios días de pesadilla. Tanto fue, que me he pasado muchísimos años sin probarlos. Pero, como quien cumple una penitencia, un buen día desapareció el rechazo y volví a disfrutar de ellos como si nada hubiera pasado. O casi, que reconozco que ahora soy más medida y a veces me disculpo diciendo, " no, no quiero más que se me indigestan".
Y por cosas de la vida, había olvidado por completo este gazpacho. Hasta que se lo vi a Julia y las fotos de infancia, los olores que no sé porque se me cuelan tan nítidos en los recuerdos, regresaron en un instante. Sí que es verdad, se comía de postre y en aquella época, que a los niños se nos daba de comer antes, yo hacía doble postre porque jamás me pude resistir. Y jamás nadie pasó por mi vida sin ofrecerme una cuchara con la que compartir este gazpacho. A mi hermano Luisfer le oí decir hace ya muchos años, que nadie hay en el mundo más chiquero que un manchego. Jamás pasaba un paisano por el patio de casa sin ofrecerse a llevarse a los chiquillos al campo o a dar de comer a los conejos o a recoger los huevos de gallina. Cuántos recuerdos! cuántas bondades!
Ingredientes: (la receta de Julia aquí)
¿Elaboración? ninguna. Lo cortas, lo aliñas y lo cubres de agua helada. Lo haces justo antes de comer y dejas que repose hasta que toca el postre. Al igual que con otros gazpachos, si hace mucho calor, échale algún cubito de hielo. No es mi caso.
- 2 pepinos como los que ves y media manzana
- sal, aceite de oliva y vinagre al gusto
- Un generoso chorro de agua helada
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