3ª Parte. Tortada real

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( Parte 3. Mi madrileña del alma )

La calor de agosto hacía imposible la simple tarea de respirar. Esa fatiga, eternamente sellada en la humedad de la piel, espesa, pegajosa y salina, animaba a las señoras almerienses a despojarse de sus corsés y demás coqueterías. Los rizos, tan habituales desde la frente hasta la nuca, se retiraban en moños prietos y a pesar de ser signo de decencia lucir la piel exenta de perfumes y lociones, enjuagada tan solo en simple jabón, el olfato dejaba a las claras que muchas de las grandes damas supuraban esencias más propias en varones que en pulcras señoras de buena alcurnia. Carmen puso resistencia a esta dejadez. Se habituó rápido al talle de avispa, al crujir de tafetanes, a los polvos para el cutis y el carmín. Mujer morenaza, alta, de curvas definidas y carnes prietas, sabía sacar partido a su encanto sin mucho perifollo. El mejor consejo que recibió de su madre consistía en mantener la planta siempre coqueta -niña, escucha: cuida para que los simples se conformen con lo que ven, así no te darán guerra. Y el resto, que jamás sepa a ciencia cierta todo lo que tu inteligencia abarca. Nunca olvides que, sobre todo los hombres, llevan mal eso de codearse con mujeres listas. Es mejor que no sepan si en verdad sabes o solo lo aparentas-.

Porque si algo tuvo claro desde el primer momento, es que ella nunca se convertiría en una matrona inculta y carente de ambiciones más allá de jactarse aparentando tener un real más que sus amistades. Se cuidaba de leer y estudiar pero siempre por las noches, jamás en público. En reuniones y tertulias -inocentes tardes de té con pastas y nada de frecuentar cafés- a pesar de no tomar nunca la iniciativa, se cuidaba muy mucho de pedir opinión  o noticias a aquellos que alardeaban de refutados tertulianos, de esos que sueltan aunque no agarren y de vez en cuando dejaba caer frases al estilo "dios mío, señores, qué haría yo sin ustedes, con todo lo que me están enseñando! Créanme, sin su verbo, seguiría siendo la misma analfabeta que salió de Rodalquilar". Argumento por cierto, que siguió usando muchos años después en las tertulias madrileñas, regalando oídos y engordando egos a lo más destacado del panorama intelectual del momento, quienes no se pusieron nunca de acuerdo a la hora de afirmar si Colombine era una frívola y superficial escritora o una inteligente y curtida periodista que sabía más que el hambre.

En cualquier caso, su atracción por Dolores fue fulminante. Algo -o todo- en ella se le antojaba como alma gemela. Joven, guapa, elegante e ilustrada jamás demostró que los corrillos y cuchicheos de las burguesitas, las que tomaban cada tarde el Paseo inundándolo  de sombrillas, lazos y lazadas, hicieran mella en ella. Tan ajena se mostraba que rayaba la altanería. Jamás la aludían por su nombre de pila o de casada. Era la madrileña, apelativo casi insultante cargado de desdén hacia la extranjera venida de la Villa donde además de soberbias y  engreídas, las de la capital eran dadas al libertinaje, a los ambientes liberales y hasta se atrevían a frecuentar tertulias sin más compañía que sus mantones de Manila. Siendo así de díscolas y despegadas, por qué iban ellas a dejarse ensuciar la reputación haciendo gala de una simpatía inexistente hacia una forastera por quien no sentían más que desprecio, ese que viene de viejo, forjado en envidias y miserias cotidianas.

Y puede que justo por esto, por este descarado rechazo, Carmen pasó de la curiosidad a la admiración por Dolores en menos de lo que se reza un salmo, hasta el punto de no querer pasar ni un día sin sentir su afecto. Se frecuentaban muy a menudo y se escribían de diario. Para cuando la niña se enamoró perdidamente de Arturo, su amiga sintió una punzada de angustia terrible. Sabía, como todos en la ciudad, que el hijo del gobernador civil era un crápula y un vividor mayúsculo, de los que se que creen que están por encima de todo y no se molestan en ocultar sus correrías, dejando tras ellos una estela de mujeres deshonradas y, la mayoría de las veces, preñadas. A las criadas era fácil ocultarlas en las cuevas o en Pescadería, casándolas con algún jornalero o minero con ganas de agenciarse unos reales o algún terruño pero las de linaje, esas eran harina de otro costal. El gobernador estaba harto de conceder favores destinados a ocultar escándalos y cuentan que malgastó una fortuna dedicada en reparar casos de honra.
Así que cuando Mariano Álvarez se percató que su vástago ponía los ojos y las atenciones en Carmen, una joven alegre, inteligente, fuerte y tan madura para sus pocos años, sintió que un hilo de esperanza se colaba en su ajado fuero paterno y no tardó en convencerse que la niña, bien guiada y aconsejada, se haría con las riendas del díscolo. Enseguida Don Mariano se ganó el entusiasmo de la joven quien siempre había soñado con ser periodista y la idea de trabajar en la imprenta y colaborar en el periódico de la ciudad, ambos negocios propiedad de los Álvarez, era como tocar el cielo, un sueño hecho realidad que superaba y con creces cualquier novela romántica que hubiera entrado jamás por sus ojos. Carmencica se fue a enamorar del hombre más guapo e inteligente de toda Almería. Mordaz con la pluma y talentoso con el pincel. Hombre de mundo y liberal, y tan guapo. Elegante y galán, y tan guapo.

-Carmela -Dolores dejó colar un corto silencio con el propósito de darle la oportunidad a su amiga de adivinar sus intenciones- tu madre me ha pedido que te hable. Me pide que te ruegue para que retrases la boda, solo hasta que tu padre esté de vuelta. Acaba de embarcar en Lisboa, lo sabes ¿verdad? 

-¡Lola! ¡Tú no! ¿Me vas a traicionar ahora tú también?-apretó el talle de su amiga contra el suyo mientras paseaban por los jardincillos del Paseo de la Reina hasta la Rambla. De ahí, lo decente era torcer el paso camino al Malecón pero instintivamente tiraron dirección playa, hasta la casilla del resguardo, donde podrían sentarse arropadas por los olores de la vega y del mar. Porque la tarde de agosto terminaba calurosa, como todas, y el único consuelo era esa brisa de atardecer, dorada, con olor a mariscos y caracolas que se mezclaba con el tenue perfume del galán de noche que se impacientaba deseando soltar sus perfumes antes que el jazmín se hiciera presente-¡Lola! ¿no ves que lo que busca mi padre es anular el compromiso? Se ha negado desde el principio. Su tozudez le ha llevado a tarifar con Don Mariano un par de veces. Se le ha metido dentro que no y no mira por nada más. Que esta unión no es buena, me dice- y apretando la mano de ella sobre las suyas añadió -te juro que sin Arturo no quiero vivir. Él me inspira a ser mejor, más guapa, más lista, más mujer. Él me quiere, se lo veo. Y yo no quiero más que pertenecerle a él. Mi padre no siente este amor, no quiere ver lo que siento. Quiere gobernar mi vida ahora después de haberme repetido mil veces que mi alma y mi corazón solo los debo gobernar yo.

A la que hablaba, un par de lágrimas se escaparon de entre sus párpados. De nuevo apretó con fuerza la mano de Dolores quien instintivamente dejó escapar un leve lamento. Las lágrimas se hicieron rocas en sus mejillas. Apartó el guante y descubrió la fina muñeca de ella, rota su blancura por una amplia marca amoratada donde Carmen pudo leer en tan terribles señales, la brutalidad de Antonio.

-¡Lola! ¡mi Lolica! ... ¡Animal! ¡Mala bestia!

Y se abrazaron. Y lloraron. Y no se dijeron más palabras. Y esas lágrimas, sirvieron a una de consuelo y a la otra de premonición. Aunque Carmen estaba tan enamorada que no supo ver. Arturo no, decían sus sollozos. Arturo también, decían los de su amiga. Porque cómo hacerle entender a una criatura enamorada, que a los hombres no les han enseñado a amar. Que cuando poseen es a su antojo, y si cortejan lo hacen forzados ante la visión de una dote, una renta o una herencia. O a veces, por puro aburrimiento. Pero que cuando buscan amor, lo hacen en muchachas fáciles o en criadas pero jamás en las esposas que solo sirven para darles hijos. Porque a éstas no hay que retenerlas, se las trata como a las madres que con tanta frecuencia son vejadas y arrinconadas. Éstas no cuentan. No influyen. Éstas son esposas y nada más.



Tortada real
Adaptada del libro La Cocina Moderna de Carmen de Burgos (pág. 158)

Ingredientes:
  • 200gr. de almendra molida
  • 50gr. de fécula de maíz (maicena)
  • 140gr. de azúcar (los golosos pueden añadir un poco más)
  • 4 huevos XL o 5 medianos
  • Opcional: un puñado de frutas confitadas cortadas en trocitos 

Para la glasa:
  • 1 clara de huevo XL
  • 200gr. de azúcar glas (si el huevo es pequeño, quitarle unos 30gr.)
  • un poco de canela
  • 2 cdas. de zumo de limón concentrado 
Notas:
  1. He rectificado las cantidades de Carmen porque me resultaban excesivas. Su receta lleva frutas en almíbar que yo he reemplaza por un puñado de frutas confitadas pero que si no son de tu gusto bien podrías prescindir de ellas.
  2. Tampoco especifica bien como hacer el glaseado así que opté por una glasa clásica pero perfumada con un poco de canela. 
  3. He buscado la receta por la red sin éxito. Lo más similar ha sido la torta de Motril que se asemeja bastante.

Preparación:
  1. Precalienta el horno a 180ºC.
  2. Monta las claras a punto de nieve y reservarlas.
  3. Monta las yemas con el azúcar e incorpora la almendra molida y la harina. Añade las claras montadas y bate hasta tener una masa suave. Agrega la fruta escarchada.
  4. Unta un molde de unos 24-26cm. con mantequilla o aceite, vierte la masa y hornea hasta que la superficie esté ligeramente dorada. Saca del horno y deja enfriar.
  5. Monta la glasa levantando primero la clara a punto de nieve, añadir el limón y el azúcar y volver a batir hasta que la glasa está completamente firme (unos 4-5 minutos) Cubre la torta y deja que seque la glasa antes de servir.

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